lunes, 29 de marzo de 2010

EL TECNO-ARTISTA

I

En pleno Renacimiento, Leonardo Da Vinci, lanzaba su proclama del “arte como la poesía”. Lo que dejaba al Arte, y más concretamente a una de sus hijas primogénitas: la pintura; al nivel de la toda poderosa y encumbrada poesía. De esta manera, se estaba dando un paso decisivo en la concepción moderna del artista plástico, rompiendo con las viejas ataduras que lo habían unido, por siglos, a las actividades del taller medieval.
Tras este paso decisivo, la historia de la pintura occidental, se despojaba de sus vestimentas artesanales y se arropaba con el nuevo manto de la científidad humanista. Junto con otras disciplinas científicas como la Historia Natural, la filosofía; y otras manifestaciones de la cultura como la música, accedía a las cotas más altas del pensamiento humanista del Quattrocento. Adquiriendo así, una consideración y un prestigio social hasta ese momento se le habían negado, en función de ser considerada una “actividad manual”. Lo que el propio Leonardo definió como la “ciencia de la pintura”, convirtió a esta actividad, y por ende al propio artista, en un “constructor especulativo del pensamiento”. En un individuo con la capacidad para poder hallar las claves del funcionamiento de la maquinaria que Dios había creado para dar vida a la Naturaleza. Un artista que pudiese descubrir los secretos a los que hasta entonces tan sólo algunas otras disciplinas como la poesía habían tenido acceso.
Pero, perdida esta condición artesanal, en un proceso histórico al que sólo nos hemos acercado a modo de señalamiento, la interrogante que se habría al panorama “especulativo científico” de la pintura, de las artes (es importante recalcar que con posterioridad a esta exaltación de la pintura como ciencia, vendrá el reconocimiento de la escultura como una actividad similar; aunque, en este proceso del que Miguel Ángel fue abanderado, tuvo que abrirse paso incluso en su lucha con la pintura que le negaba este derecho) era poder, saber definir: ¿Cómo era esta ciencia de la pintura? ¿Qué tenía de especial esta “reciente ciencia” que le llevaba al artista florentino a manifestar sin tapujos que era, sin duda, la “más excelsa de todas las ciencias”?
Era evidente que, ante todo, la incorporación de la pintura a la esfera de los saberes especulativos, experimentales y racionales, aquellos que no emanaban directamente de Dios, sino que reafirmaban su obra, confirmaba la presencia de unos tiempos nuevos que nacían de la mano de una concepción del hombre como “medida y referencia de todas las cosas terrenales”, como centro mismo de un universo que había sido ya dinamitado por el pensamiento racional y abstracto de Copernico.
Se abrió entonces, un mundo basado en una nueva revaloración y recuperación del saber clásico que abandonaba definitivamente el silencio paseante de los claustros; las largas horas de trascripción amanuense que daban vida a los preciosistas códices orgullo de la sabiduría monacal, para aliarse con la reciente descubierta curiosidad experimental.
Todo ello, produjo que las nuevas conciencias se llenasen de nuevas imágenes y metáforas que cada vez eran más osadas, desafiando los límites de la ortodoxia del saber preestablecido. El pensamiento entonces, se declaro libre de las viejas ataduras, y en capacidad de poner a prueba -y en duda- las “viejas palabras” de los referentes clásicos: el poder de la observación y el nacimiento de la experiencia se instalaron como principios de autoridad.
En ese contexto, el artista renacentista proclamó, sin vergüenza, su recién adquirida independencia. Aireando sus verdades muy a pesar del férreo control que la Iglesia y sus acólitos en el poder, todavía ejercían sobre el derecho de pensar en libertad. La “ciencia del pintor” se convirtió en la “ciencia nueva”. Una ciencia que tenía por objetivo fundamental reivindicar la presencia de lo humano ante cualquier fenómeno natural; incluido la propia existencia compleja del hombre, de sus apariencias y esencias que dejaban traslucir su carácter sensible y racional. De este modo, lo sensible y lo racional, se convirtieron en base fundamental de esta ciencia de la pintura. Sensible, en tanto la existencia efímera de los seres vivos se concretaba en ella, invocada y representada –ya que sobre todo la nueva ciencia era representación- desde un plano de trascendencia que ya no estaba al servicio de un Dios revelador, sino de la propia humanidad y de una razón como instrumento de identidad y condición. El hombre era un ser racional y como tal imponía su capacidad de organizar el aparente caos de la Naturaleza. Es decir, un ordenamiento del mundo a imagen y semejanza del "Supremo Creador": nacía la Modernidad.
Para el nuevo paradigma, la naturaleza era concebida como una estructura que “vivía” una apariencia sensible, coultando un poder trascendental, escrito (valga la expresión) en un lenguaje abstracto y complejo del que sólo Dios, en su infinita sabiduría, había logrado haste ese momento tiranizar las claves de su lectura. Ahora el hombre, cual mito prometeico, e hijo predilecto del Señor, había encontrado el camino ara el desciframiento del esquema organicista de la vida, diseñado por Dios. Devolviendo a ese Dios de rostro férreo entronizado en porticos medievales, una candidez humana, reflejo de su gracia sensible y racionalista.
Es en este sentido, que ciencias como la pintura legitimaban su nueva identidad como ciencia del hombre. La ciencia del pintor, con Leonardo como abanderado, convirtió a "lo humano" en el punto de partida de todo proceso de conocimiento. La pintura como ciencia, estaba entre la Naturaleza y el Hombre. Una ciencia de la experiencia que era ejercida según leyes y reglas ordenadoras del mundo. Reglas y leyes fundadas en las matemáticas y la geometría pero que vivían una apariencia sensible, y que tenían su “reflejo” (la mimesis aristotélica una vez más recobrada y replanteada) en imágenes del mundo exterior e interior, como propuestas de una creación que actuaba, o se presentaba, de una u “otra manera”. De este modo la exaltación aristotélica de la que hará gala el artista renacentista, adquiere una dimensión cifrada en la máxima: “esto es aquello”: las imágenes ocupan el lugar de la relación sujeto-objeto; del objeto en tanto en cuanto ya se ha convertido en conocimiento. “En un instante –afirma el propio Leonardo en su Tratado de la Pintura- la esencia del objeto en la facultad visual, es el medio por el que también la sensibilidad recibe los objetos naturales y, al mismo tiempo, se constituye en armónica proporción de las partes que componen el todo para contento del ojo del ojo que, como verdadero mediador entre el objeto y la sensibilidad, comunica con premura y verdad máximas las cabales superficies y figuras de lo que delante se aparece”. A partir de la acción de la pintura, del arte, esta realidad caótica, a la cual nos hemos enfrentado, no será ya la misma con la que nos hemos nutrido. Ahora la veremos en toda su dimensión racional, que es lo mismo que verla en su dimensión cuantitativa y cualitativa. Sabremos de su “existencia real” por medio de su representación, de sus imágenes, y también de sus metáforas. Será así divulgada como “imagen reflejo”; como imagen especular, de aquella la otra realidad, la natural y caótica, que ha quedado "superada".
Junto con la “ciencia del pintor” se inicia en occidente, el reino de la razón amparada en la manifestación sensible de la representación. De las realidades signicas que la Ciencia y el Arte occidental han exprimido en estos últimos quinientos años. La ciencia de la pintura, el arte renacentista concebido ya no como una actividad artesanal, en el sentido medieval del término, se convirtieron a partir de aquí en fuente y hallazgo. Sin el uso y desarrollo de estas dos nociones, la cultura y la ciencia moderna, tal y como las concebimos ahora, no serían posibles. El Renacimiento inaugura la dimensión humana del conocimiento basado en la representación de lo sensible de la estructura racional del mundo. En ello ha basado su éxito; y en ello también su desarrollo.
Pero a su vez, el Renacimiento también inaugura "la batalla" entre dos grandes fuentes del saber: la Ciencia y el Arte. Arte y Ciencia han mantenido a partir de entonces una férrea lucha, que si bien tuvo momentos de intensa colaboración, tras el asalto de la razón como “única legitimadora” de la verdad transformadora del hombre en su condición ontológica, ocurrido tras el impulso ilustrado del siglo XVIII, el Arte se vió desplazado de la verdad; quedando la Ciencia, como único camino posible a su adquisisción plena. Este desplazamiento produjó a su vez, la ruptura renacentista entre sensibilidad-racionalismo. Tras el proyecto ilustrado, el ser humano quedo adscrito definitivamente a esa doble identidad: sensible y racional. Una doble identidad que parecían estar condenadas a convivir, pero que, contrariamente como había ideado el proyecto renacentista, no podían ya establecer los nexos y los puentes necesarios e imprescindibles para llegar en plenitud al conocimiento de la realidad natural. De esta manera, el Arte y la Ciencia se convirtieron en monopolizadoras: bien de la sensibilidad, en el caso de la primera; bien de la razón, en el caso de la segunda. Con la diferencia sustancial y poco menos que determinante del hecho de poseer el dominio de la razón suponía -y supone todavía- el poder de estar en posesión, de hecho y de derecho de conocer la “auténtica verdad”; mientras que el dominio de lo sensible tan sólo nos aproximaba a su “apariencia”.

II

Las circunstancias apuntadas más arriba, las condiciones por las que el proyecto ontológico de la modernidad se desarrolló, fueron dictaminando, de manera progresiva, el establecimiento de dos campos del saber que a lo largo del siglo XIX, y muy especialmente en la primera mitad del siglo XX, se identificaron como antagonistas e irreconciliables. El primero, a lo largo de estos siglos desarrollará una tradición de lo artístico, en sus distintas manifestaciones, como un proyecto anclado casi exclusivamente en lo sensible como razón de su existencia. Tras el fracaso del revival romántico, como búsqueda desesperada por devolver al hombre su condición plena racional y sensible, la actividad artística quedo marcada por la expresión sensible del individuo: la personalidad individual como única posibilidad de justificación y legitimidad social. Apartada el Arte de las verdades reveladoras que ahora ya sin tapujos ni caretas monopoliza la Ciencia, las artes no sólo abandonan la búsqueda de esa unidad renacentista perdida, sino que en esa perdida encuentran precisamente su razón de ser. Y cada vez con más frecuencia, y cada vez con más argumentos propuestos en su discurso - sea esta la manifestación del arte que sea- se han convertido en un su proceder histórico, en antagonistas de un pensamiento racional considerado como dañino para la expresión de esa sensibilidad individual. Así, el arte en este último siglo que acab de terminar, se ha colocado como la tribuna crítica por excelencia de un mundo demasiado insensible; demasiado deshumanizado. Un mundo cuyo horizonte de hielo se han ido convirtiendo en el panorama del que nacen las angustias de la existencia humana. La Ciencia, con el “imperio de la razón”, se convierte en la enemiga. Una ciencia que despoja al hombre de su humanidad que sólo el arte, es capaz de ofrecer.
La oposición de las artes al razonar científico, constituyó, por otra parte, una renuncia histórica a la posibilidad de construir un proyecto común integrador entre ambos campos del saber. De la misma manera, el artista moderno es un artista claudicante, que renuncia también a la capacidad trascendental del racionalismo; y que ha optado preferentemente por un referente histórico de lo artístico en que lo racional se vislumbra como un impedimento que no deja fluir, manifestar a plenitud, la "esencia humana".
Esta circunstancia se agrava, cuando del mismo fracaso del proyecto romántico nace la figura del “artista genial”, del “demiurgo creador” que se expresa como respuesta misma de ese fracaso. El reconocimiento del “genio artístico” como máxima exaltación de la búsqueda liberadora de la individualidad, es ante todo, el reconocimiento explicito del fracaso del arte como un instrumento de emancipación racional. El construir un discurso expresamente constreñido a las virtudes de la la figura y la sensibilidad del genio, es lo mismo que admitir que el proyecto artístico moderno sólo puede ser -en todo momento,-un proyecto único y excepcional. La labor de un "sujeto excepcional" que es capaz de ofrecer a sus semejantes, una relación exaltada e individual, con el hecho creativo. Un ser investido de “pura sensibilidad”, que no encuentra cabida en una sociedad y una civilización moderna que se hace, y se visiona a si misma, cada vez menos humana. He aquí, por tanto, que la respuesta del genio no sea conectar sino revelar: ver él la expresión de la angustia vital que rodearía al hombre moderno. La angustia como imposibilidad de conectar con los otros, con los semejantes; la angustia convertida en respuesta sensible ante la renuncia al proyecto integrador de las artes y las ciencias: todo ello, sólo conduce ala marginación. El artista moderno, impregnado por este "espiritu" de lo genial, va construyendo su propia marginalidad como escapatoria a un mundo que siente que lo rechaza; que le impide manifestarse en una sensibilidad plena sin el auxilio de la razón que permite su instrumentación y operatividad; es el canto agónico de su condición ontológica. El artista moderno ha sido un ser socialmente apartado, auqnue en muchos casos un privilegiado. Un individuo que se aparta "del grupo", "del común", para poder ver y crear. Poder ver en la distancia, con el catalejo de la angustia vital, su propio historia humana como referente de la crisis que afronta su pyecto persona y social.
En definitiva, la angustia que desde el romanticismo invade a la actividad del creador artístico, se cifra en la desesperanza. En esa crisis de la identidad ontología que conlleva a entender la existencia como una identidad fragmentada e incompleta. Una identidad humana en peligro constante, y en guardia, también constante, ante las amenazas de un mundo que se siente como ajeno, no propio. Un mundo sentido como una amenaza autodestructiva.

III

El artista, hasta épocas muy cercanas, se ha servido de procedimientos "artesanos" para la fabricación de sus productos. Sus obras estaban destinadas a ser recibidas para satisfacer “otras necesidades”- digámoslo bruscamente-. Necesidades que no eran del orden prioritario racional impuesto por la Ciencia. Con el despliegue del proyecto moderno a nivel mundial, el papel del arte occidental fue asumido por otras sociedades que establecieron sus propias lecturas y realizaron sus respectivos ajustes. Los viajes de ida y vuelta del arte occidental han sido desde entonces continuos. Y a lo largo de este proceso se han vivido momentos de enorme mestizaje; aunque, en todos estos casos, las claves interpretativas del arte deben verse en conjuntos de interpretación y lectura amplios, no reducidos a planteamientos demasiados locales.
El siglo XIX y sobre todo el siglo XX trajo consigo un despliegue industrial inusitado hasta entonces. La ciencia que se había apoderado y hegemonizado de las claves fundamentales del proyecto de la modernidad, alcanzo su punto de inflexión generando un fenómeno a gran escala, que sin duda vino a marcar el curso de nuestros tiempos: el fenómeno tecnológico. La tecnología llego al mundo como una hija sofisticada y predilecta de lo que se ha dado en llamar la “ciencia aplicada”. Pero su propia historia tampoco es nueva, y se remonta al propio origen de la modernidad renacentista, cuando la era de la reproducción en serie fue inaugurada con el fenómeno de la imprenta y el desarrollo de los mecanismos de impresión en serie. No obstante, lo que si ha resultado novedoso en los últimos dos siglos, es observar como la tecnología se ha convertido en el símbolo por excelencia del mundo contemporaneo. Los patrones de desarrollo en nuestras sociedades actuales están determinados por este fenómeno. Y el mundo, nos guste o no, esta dividido en países capaces de producir tecnología, y países exclusivamente consumidores de tecnología.
La vida del hombre moderno a lo largo del siglo XX ha estado determinada por la tecnología. En los últimos tiempos la llamada “cultura global” se asienta en su particular visión de este fenómeno. La convivencia con los artefactos tecnológicos ha inundado todo el planeta si tener en cuenta otras esferas del desarrollo social, cultural o económico. De manera que la gran ventaja de la tecnología pareciese estar precisamente en su gran capacidad de acomodación a cualquiera de las esferas y escenarios de la convivencia humana. Su asimilación por parte de casi todos los grupos sociales del planeta, parece no tener nada que ver con la religión que estos grupos practiquen, los fines políticos que desarrollen, o los idearios culturales con los que referencian el mundo. Los ejemplos en este sentido, están a la orden del día y me parece ocioso mencionarlos, solo basta echar un vistazo a nuestra cotidianidad y nos daremos cuenta de que allí, la tecnología esta presente.
El arte tampoco se abstraído a sus encantos. Desde los planteamientos de las llamadas vanguardias artísticas, los artistas se han sentido atraídos por este fenómeno que con rapidez, lo han asociado al mismo proceso de desarrollo de las sociedades industriales o modernas. En este sentido, se ha producido entre estas vanguardias de principios del siglo XX una actitud que simplificándola mucho podíamos calificar de doble: de un lado, grupos que se sienten atraídos por el fenómeno tecnológico tratando de incorporarlo rápidamente a su manera de trabajar y de expresarse; y grupos que convierten lo tecnológico asociado al mundo moderno y a la vida moderna, en el tema predilecto de sus discurso artísticos, si que, en este caso, haya –aunque si puede haberlo- una incorporación del campo tecnológico a sus procedimientos técnicos. Baste recordar aquí algunos interesantes ejemplos que se han dado a lo largo del siglo pasado. Es el caso del llamado movimiento Futurista, que, aunque repleto de contradicciones, constituyó el precedente más directo de la tendencia integradora que actualmente inspira la práctica conjunta de arte y la tecnología. También, el caso del Dadaísmo, con artistas tan significativos como Marcel Duchamp, Max Ernst, Man Ray, etc.; para quienes la máquina aparece como motivo en diversas de sus obras. Otra escuela positiva ante la ciencia y la técnica fue la de los constructivistas, que defendían no tanto una nueva pintura sino unos nuevos métodos de pintar, el uso de nuevos materiales y, en general, una nueva concepción del artista. A propósito del proyecto de Monumento a la 3ª Internacional de uno de ellos, Vladimir Tatlin, se comentó: "El Arte ha muerto... ¡Viva el nuevo arte de las máquinas de Tatlin!".
Otro de los antecedentes del acercamiento entre artes y técnicas es la escuela Bauhaus, fundada por el arquitecto Walter Gropius en Weimar, Alemania. Desde 1919 hasta 1933, la Bauhaus propició una enseñanza tanto de la tradición histórica de las artes como de los métodos artesanales de las escuelas de oficios, inspirando la aproximación del arte a la realidad viva y a las nuevas tecnologías y propugnando el trabajo en equipo en lugar del individual. Clausurada por el nazismo, la Bauhaus fue continuada años después por Moholy-Nagy, en EE.UU. La Bauhaus queda en la memoria como una institución que extendió el arte a la vida cotidiana y a la industria, y que promovió el valor y el desarrollo del diseño industrial, una disciplina en la que, como en la arquitectura, conviven sin problemas los oficios y criterios artísticos y técnicos.
Durante la Segunda Guerra Mundial, la mayoría de innovadores se trasladaron a Norteamérica, por eso las propuestas más interesantes en el uso de la tecnología procedieron de allí. John Cage, en 1938, trucó las cuerdas de un piano con diversos materiales y propuso la composición basada en el azar: con ello nacía la música electrónica.
Los ejemplos se pueden suceder. Parece claro entonces que la atracción que ha sentido el artista moderno por la tecnología ha sido evidente. Esto tampoco quiere decir, que el proceso histórico del siglo XX, haya estado dominado por esta tendencia; pero si es preciso tenerla muy presente a la hora de buscar las raices de loq ue ha empezado a denominarse el Tecnoartista. Se menciona con frecuencia, que Frank Malina, un antiguo militar norteamericano diseñador de cohetes, es el referente por excelencia de este tipo de artista. A él se debe entre otras la publicación -por otra parte excelente, iniciadas en 1967- sobre artes, ciencias y tecnologías. Luego se pueden citar otros ejemplos siendo MacLugan y Andy Warhol, el fundador de la famosa Factoría, los más conocidos.
La década de los setenta, época en el que la figura del Tecnoartista, parece acaparar la atención de los medios, se cierra con la exposición "Cybernetic serendipity", celebrada en 1969, en Londres. Esta exposición demostró que la adopción de las tecnologías por parte de los artistas contemporaneos era un proceso cada vez más fluido, y que socialmente se estaba produciendo el reconocimiento de un proceso, que si bien era consecuente con una época de “brillo tecnológico” (entre otras cosas aparecen las computadoras portátiles), ya constituía una ruptura con el artista tradicional.

IV

Independiente de la constatación del Tecnoartista en la esfera del arte actual, lo que me interesa resaltar aquí, es el grado de relación que parece tener este “nuevo artista” con eso que denominamos tecnología y que popularmente podemos definir como: la “imagen reflejo” de la ciencia experimental. En este sentido, surgen una serie de interrogantes al hilo de esta relación: ¿Esta relación de los artistas con la tecnología es nueva? ¿En que planos se plantea la relación del artista con la tecnología? ¿Este planteamiento establecido por el tecnoartista supone de hecho una vuelta de los artistas a la búsqueda del proyecto de unidad entre las artes y las ciencias?
Es más: ¿Se puede hablar en este caso que el tecnoartista se observa como una unidad completa del conocimiento que aúna sensibilidad/razón como parece haber ocurrído con el artista renacentista?
Es evidente que una respuesta en profundidad a todas estas cuestiones no las podemos llevar a cabo en el marco de este pequeñio texto, pero si me van a permitir que, en el mismo tono de reflexión en voz alta que he mantenido hasta ahora, me acerque a algunas consideraciones al respecto.
Lo primero que quisiera compartir con vosotros, es el hecho de que la tecnología no aparece como una pócima de Harry Potter en el mundo de las artes. Al contrario, el artista y el desarrollo de sus mecanismos de expresión siempre han estado ligados al propio desarrollo tecnológico de las distintas disciplinas artísticas. En este sentido, muchas formas de expresión tienen una relación directa con los avances técnicos; sin ir más lejos, el grabado y los distintos procedimientos de impresión están muy ligados a la aparición de diversos instrumentos y recursos.
Lo mismo podíamos decir de la música, y ya no sólo pienso en la música llamada culta o clásica sino en la música popular moderna, en la que ha habido una inclinación muy marcada a utilizar recursos técnicos que luego han pasado –eso si de manera más contenida- a otras manifestaciones musicales.
Por otra parte, la investigación y la exploración son actividades inherentes al propio proceso artístico. El artista moderno es inquieto y le gusta explorar nuevos campos y técnicas para obtener medios de expresión originales, muy de acordes con el “mito de la genialidad” que ha acompañado al artista occidental. Lo que si realmente resulta novedoso, es el hecho de que ahora la tecnología aplicada a las artes no es el resultado de un proceso exploratorio derivado desde el mismo campo artístico. Es decir, el artista accede a la tecnología y la utiliza no la “construye”. De manera que el artista accede al mercado tecnológico, “compra” en ese mercado, y luego adapta en función de sus necesidades. Lo que supone un nuevo enfoque de la idea de manipulación artística. Un enfoque que de hecho radica en la adquisición, de protocolos tecnológicos fuera de la esfera de lo que tradicionalmente se ha entendido propio del Arte. Así, el artista se convierte en un manipulador sofisticado de herramientas que inicialmente a lo mejor no fueron pensadas para lo que él quiere hacer. Ese puede ser un caso.
Pero también, puede convertirse en un consumidor, tan bien sofisticado, de programas y sistemas que la industria tecnológica ha desarrollado en función de las demandas de mercado. De este modo, el artista conecta con el resto del proceso social en función del protagonismo que alcanza la tecnología en su obra. Y es precisamente, este último aspecto, el que supone un cambio realmente sustancial en las tendencias que se habían dado en la tradición artística. Ya que esta situación admite que el Arte, en cierta medida, empieza a estar dominado por el proceso de desarrollo tecnológico. Un proceso determinado por el dinamismo y la evolución constante en el que aparecen nuevos artefactos y herramientas, y en el que el arte pierde su dimensión de trascendencia. Es decir, como cualquier otra actividad de la sociedad de consumo, el arte gana en apariencia (en fantasmagoria, rememorando a W. Benjamin), logrando conectar con los imaginarios sociales y culturales que la cultura de los mass media impone; pero va perdiendo en su dimensión de trascendencia.
Las modas artísticas, por hablar en un lenguaje popular que no siempre es apropiado pero si muy gráfico, están hoy, más que nunca, en manos del mercado. Un mercado que esta dominado por el desarrollo tecnológico. De tal manera que la dimensión social de una obra artística, cualquiera que esta sea, vendrá determinada, en gran medida, por el tipo de herramientas tecnológicas que el artista usa o emplea como instrumento para crear obras de arte; al fin de cuentas, herramientas que no pretenden otra cosa que crear el mensaje del individuo consumo. De esta forma, la obra de arte se convierte en “pura comunicación”, al igual que ocurre con otras producciones de los mass media. Y como tal, su acceso y conexión con los referentes culturales de la sociedad moderna aparecen inmediatizados, y no como en los procesos tradicionales en los que el artista debía esperar el paso del tiempo o la intervención del crítico, del historiado para que el "gran público" pudiese llegar a comprender sus obras. Hoy por el contrario, ambas figuras ya parecen prescindibles. A mi modo de ver, porque el consumidor, el receptor de estas obras, ya posee, a su vez, una cultura tecnológica muy amplia, y puede identificar rápidamente los mensajes. Incluso, ese consumidor, puede llegar a realizar las obras complejas presentadas tan sólo con tener acceso a los instrumentos tecnológicos necesarios para hacerlas.
Asistimos por tanto, a una popularización de la obra de arte como nunca antes había ocurrido. El artista ha dejado de ser un ser marginal e incluso ha perdido su halo de "excepcional": el fuego de Prometeo esta en el mercado; y el arte se esta convirtiendo en una actividad de la esfera cotidiana, plenamente insertado en la sociedad de consumo. Una actividad mercantilizada que sufre los vaivenes del resto de los procesos sociales y culturales de la sociedad moderna.
Además, la reproducción en serie de la que en su día ya advirtiese el lucido Walter Benjamín, esta cambiando los esquemas y valores de consumo de la obra de arte: si en la tradición, la obra artística era una obra de consumo limitado, ligada a un proceso intelectual alto y cuyo valor estaba cifrado en el hecho de ser “única”, producto de un proceso casi irrepetible; hoy en día, esta tendencia esta desapareciendo rapidamente. De hecho el valor “único” no puede estar ligado a las producciones del Tecnoartista, porque precisamente el utillaje tecnológico utilizado imposibilita esta caracterización.
Por último, también ha desaparecido la misma concepción de la “obra mueble”, del “objeto único poseído” que se cuelga en las pareces de sus casa o se coloca en el jardín. Hoy el artista produce obras de difícil ubicación o incluso cuya apariencia es sólo un CD tan común y vulgar al que se puede encontrar en cualquier tienda de grandes superficies. De manera que el hombre moderno accede al arte incluso sin poseer “objetos únicos”. Su acceso es virtualmente“popular”, y puede ver y disfrutar arte: en la tele; en las calles de cualquier ciudad; en las grandes pantallas del metro; o comprándolo para exponerlo en su casa a través de un "aparato reproductor". Todo ello esta cambiando la concepción del mercado artístico. Y creo que lo seguirá cambiando.
Para terminar, quisiera tratar de responder a las últimas preguntas que he establecido anteriormente: ¿Este planteamiento establecido por el tecnoartista supone de hecho una vuelta de los artistas a la búsqueda del proyecto de unidad entre las artes y las ciencias? Es más: ¿Se puede hablar en este caso que el tecnoartista se observa como una unidad completa del conocimiento que aúna sensibilidad/razón como ocurría con el artista renacentista?
A la primera de las dos preguntas debo responder que no. Y me explicare brevemente.
En primer lugar porque acceder a la tecnología no es acceder a la Ciencia. Se puede acceder a la tecnología y no conocer nada de los principios científicos que ha posibilitado esa tecnología. Ser manipulador tecnológico no es ser un científico; como tampoco el hecho de que puedas saber manipular diversas técnicas del arte tradicional, te convierte en un artista: estas son cosas distintas. Por ello, la pretendida vuelta a la unidad perdida, no vendrá de manos de la tecnología. Por el contrario, creo que nos aleja aún más de ella. Porque la tecnología produce un proceso de ensimismamiento que “bloquea” la capacidad de indagación, suplantada por el efecto, en la medida que este efecto es eficaz, el mensaje tendrá mayor éxito. Es decir, la tecnología sublima el vehiculo y no el contenido del mensaje. De manera que el espectador queda subyugado ante sus efectos, y pierde interés por otros procesos que encierra la construcción del efecto que siempre terminan por quedar ocultos. Además, el artista maneja la tecnología como si fuese todo el tiempo el mismo un espectador, con lo que la dimensión intelectual de la figura del “creador” queda suplantada por la del “manipulador”. De ninguna manera, se produce una interiorización “transparente” del mensaje. El recorrido a la inversa esta bloqueado por la tiránica presencia ensimismada de la tecnología, y todo queda reducido al efecto y a la capacidad de comunicar inmediatamente, dentro de los referentes puestos a funcionar por el mismo mensaje. De ello depende su éxito o su fracaso.
La respuesta a la última de las preguntas planteadas creo yo que queda ya respondida. Si acaso debo añadir, que el Tecnoartista no constituye el final del proyecto renacentista. Al contrario, creo que es la respuesta de una sociedad que se siente incomoda con la diferencia y con cualquier tipo de conducta que no encuentre una respuesta acomodada a esos patrones inmediatamente verificables. Es la respuesta a patrones repetibles y homologables en un protocolo de sensaciones asumibles por la generalidad. Por ello, el reto que todavía nos queda pendiente en un mundo como el que vivimos, es el de tratar de devolvernos la dualidad del carácter humano: sensibilidad/razón. Un ejercicio que a todas luces parece una aventura sino imposible, muy arriesgada, ya que eso provocaría la destrucción de ciertos supuestos ontologicos que hemos asumido como pre-establecidos de nuestra concición humana. Siendo cínicos, quizás jamás hayamos poseído realmente esa condición. Jamás realmente haya existido, y todo haya sido un bello sueño.

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2 comentarios:

Unknown dijo...

En este mundo contemporáneo, en el que la ciencia es la unica verdad absoluta, cree ud que la sencibilidad, de la cual el artista de épocas pasadas utlizaba, pues era de relevancia. pueda hoy, o quizas mas adelante, posarse como verdades más importantes que las que la ciencia nos provee. lo digo porque hay verdades que nunca consideramos importantes,como las que nos dicta el corazón. verdades mas vicerales, no tan deshumanizadas, no tan absolutas, pero si mas confortables al ser. y lo digo porque el arte puede trasformar al individuo de manera catartica.

Unknown dijo...

hola doctor.
primero que nada un fuerte abrazo desde matamoros mexico.
quisiera cometarle que leonardo da vinci desde el punto de vista matematico es indiscutiblemente admirable sobre todo en su obra el hombre del vitruvio, ya que plasma la divina proporcion del cuerpo humano en relacion con la matematica en donde trataba de vincular el cuerpo humano con la arquitectura,en donde representa las proporciones que podian establecerse con el cuerpo humano. Para el el hombre era el modelo del universo y lo maravilloso es que podia vincular lo que descubria con el interior del ser humano y su naturaleza.
Con todo mi afecto ..... hanssell