domingo, 28 de marzo de 2010

El dibujo y las estrategias de la representación científica.


I
Arthur C. Danto en la Introducción de: The Body/ Body Problem , (EL CUERPO COMO PROBLEMA) señala que nuestros sistemas de representación cambian de un “cielo a otro”. Es decir, si hemos realizado narraciones de la historia de la ciencia, tendrá que haber también una historia de las representaciones científicas. El modo en que un sistema se transforma en otro –afirma el filosofo norteamericano- está relacionado con los significados de las representaciones y no simplemente (o en absoluto) con los estados neurofisiológicos de los científicos que se encuentran en diferentes estados. Sólo podemos explicar los cambios –sigue afirmando Danto- de un estado a otro explicando los cambios de un sistema de representación a otro.
Visto así, la historia de la ciencia no es simplemente una sucesión de descubrimientos, es, más bien: la sucesiva transformación de todo un conjunto de representaciones, cada uno de las cuales define un periodo de la práctica científica.
El dibujo (e incluyo dentro de esta denominación al grabado, en tanto es un procedimiento que se vale precisamente de la aplicación de éste sobre un determinado soporte y que tiene como finalidad la posibilidad de reproducción en serie de múltiples imágenes) fue (y en cierto modo sigue siendo) la herramienta por excelencia utilizada para el desarrollo histórico de la representación científica. Y ello, desde un doblé cometido. En primer lugar desde su concepción instrumental como principal vehículo de divulgación de unas determinadas teorías y preceptos; desempeño éste que la Ciencia ha reconocido desde ya hace tiempo.
El segundo cometido –éste no ha recibido la misma unanimidad que el anterior- se refiere al hecho del dibujo o de la acción de dibujar como un instrumento que formaría parte del conjunto de acciones emprendidas por la Ciencia, por los científicos, en el proceso constructor o generador del propio conocimiento especializado. En este sentido, el dibujo como herramienta explicativa del mundo, alcanzaría el mismo estatus generador de pensamiento que las metáforas literarias, formando parte ambos de los recursos retóricos que promueven la aparición de un corpus o escenario de ideas científicas.
Lo primero que habría que afirmar en este contexto conceptual es que lo que ha caracterizado esta relevancia histórica del dibujo y del grabado en función del desarrollo y divulgación del discurso científico, es la creación de unas imágenes que poseen como signo de identidad fundamental un carácter mimético naturalista. Es decir, la puesta en práctica de una serie de planteamientos teóricos y procedimientos técnicos amparados bajo los presupuestos de la imagen como mimesis. Que inicialmente deben responder a: ¿Qué se representa? ¿Y cuál es la referencia del sujeto con respecto a las cosas representadas?
Al hilo de estos planteamientos, sin duda, nos introducimos en el complejo asunto de la semejanza o parecido, tema que ha suscitado una amplia bibliografía tanto en relación con la imagen pictórica o artística, como en relación con la imagen científica.
La respuestas a estas cuestiones, como ustedes comprenderán no se pueden concretar a lo que hoy yo diga en esta conferencia, ya que sería iluso e imposible poder abarcar la densidad y profundidad que ameritan dichas respuestas en tan solo unos minutos. Sí, por el contrario, es mi intención dejar entre ustedes algunas reflexiones que pueden ofrecer pistas o luces sobre el modo en que históricamente la Ciencia y, particularmente la Historia Natural, ha vislumbrado su relación con el dibujo y el grabado.

II
La primera de estas reflexiones tiene que ver precisamente con el hecho de que la semejanza de una imagen siempre esta en función de algo o de alguien. Es decir la semejanza icónica es posible, parafraseando a Goodman, porque lo es, antes de ella, como semejanza perceptiva de ese algo o alguien.
En consonancia directa con la anterior afirmación, hay que señalar también que la semejanza cambia no sólo en referencia a ese algo o alguien sino y/o sobre todo históricamente. Esto quiere decir que hoy nos parecen o nos parecerían poco o nada semejantes ciertas imágenes científicas que en otros momentos históricos eran mucho más semejantes.
La mimesis aristotélica, que ha tenido una enorme vigencia el la cultura visual de occidente, plantea de manera muy resumida que “esto es aquello”. Es decir, que la imagen como signo esta en lugar de la cosa que se representa.
Hoy sabemos que esta afirmación, que ha sufrido matizaciones y puntualizaciones significativas desde el Renacimiento a nuestros días, es difícil de aceptar que la representación de una planta, de un animal, etc., se encuentre en lugar de la cosa tan sólo basándonos en una cierta interpretación ingenua de la mimesis, dado que la imagen posee pocas o casi ninguna de las cualidades físicas de la cosa. La semiótica ha abordado claramente estos aspectos y por ello no ahondare más en ellos.
No obstante, si quisiera destacar de este hecho que lo que se parece o se asemeja es, y sobre todo, lo que en teoría de la imagen denominamos la figura. Y para que esto sea así, la propia imagen, por muy realista que esta sea, ha prescindido de muchos rasgos de la cosa en si; y admitiendo el hecho de que la semejanza supone ante todo una comparación. Como afirma Black, la comparación es siempre intencionada y promocionada o establecida por algo o alguien. Esto quiere decir, que no existen las semejanzas en abstracto El icono que es la imagen, contiene algunas propiedades de la cosa, pero no dice nada de otras. Y son precisamente “esas otras”, las que no dice, las que se ignoran o desechan en el proceso de reconocimiento de la figura.
Es más, podemos llegar a afirmar que la cosa en tanto hecho natural ha desaparecido, y lo que tenemos delante es sólo una representación basada en figuras, resultado de un conjunto de rasgos significativos para ese algo o alguien.

III
La segunda reflexión que quiero dejar entre ustedes con respecto a la representación de un objeto por medio de figuras producto de la acción del dibujo es la que se refiere al hecho de que toda representación de una cosa se basa en un singular. La imagen concreta figuras que ella misma nombra y define.
Para el arte este hecho tiene una significación relativa, a no ser en el caso del retrato dado que es entonces que esta representación del singular adquiere plena trascendencia y el carácter mimético de la imagen debe procurar mayor amplitud en los rasgos de semejanza, por decirlo de esta manera.
Por el contrario, para la Ciencia, en consonancia con la predica del discurso científico, la representación para ser valida y efectiva debe basarse en universales. La representación científica en su proceder histórico, ha ido de la representación de singulares hacia su configuración en universales. En este sentido, de la misma manera que en la percepción de un hecho prescindo de ciertos rasgos que la cosa observada posee y que me parecen obstáculos para su reconocimiento y caracterización en función de leyes que aspiran a su universalidad, ahora cuando paso a fijar esa percepción como imagen, vuelvo a prescindir de esos rasgos o aspectos que bien el procedimiento técnico no alcanza: estoy limitado por tales o cuales recursos técnicos; o me limitan los mismos presupuestos teóricos que he utilizado en el proceso de la percepción. En todo caso, existe un código de reconocimiento científico del que me sirvo y que, en líneas generales, me indica cuáles son los rasgos relevantes a representar. Y, por otro lado, ese código me indica que puedo o debo eliminar. Así, el reconocimiento, la adecuación de la figura dibujada, incluso fotografiada, a la perceptivamente representaba es posible en esa doble actividad. Unos pocos rasgos son relevantes para el reconocimiento (esa fue la estrategia de la imagen científica durante los siglos XV y XVI) y cuando fue necesario que los rasgos aumentasen, es porque la teoría científica así lo demando. Cada momento histórico del desarrollo de la ciencia ha promocionado y desarrollado su propia representación en función de estos preceptos. Tal y como si cada uno de esos momentos fuese concebido como un presente absoluto. Aunque nosotros ya sabemos que no es sino un momento histórico.
Para la imagen científica, la concreción de representación en figuras a modo de universales ha sido parte sustancial de su reto histórico. Reto que ha ido unido a la “eliminación” de la mirada subjetiva del sujeto. Y digo “eliminación”, muy entrecomillado, porque realmente el sujeto no desaparece del todo de la representación científica, por mucho que esta lo intente; sino que se presenta camuflado, aparentemente imperceptible bajo el peso de la objetividad de las leyes científicas. Lo cierto es que la mirada del sujeto (incluido el sujeto social) está presente en lo que Umberto Eco, en su tratado de la semiótica, ha denominado como el idiolecto estético . Aspecto que tiene que ver con el uso que el dibujante hace, incluso si éste es el mismo científico, de los códigos de representación hasta convertirlos en modelos de significado.

IV
Desde su concreción como una actividad inicialmente ligada al renacer de las artes en Europa, el dibujo y el grabado se consolidaron: primero, como acompañantes privilegiados de la recuperación de un “saber clásico”; para luego convertirse en parte protagónica del libro impreso. Todo ello, en conexiones adscritas a un universo textual que supuso la asociación efectiva de las llamadas “viejas palabras”, y las “nuevas imágenes”. Ambos elementos se plasmaron físicamente en la superficie de las páginas de las obras impresas, en procura de lo que Lucia Tongiorgio ha denominado: “nuevo ordenamiento de lo visible” (Tongiorgio, 1984).
En este sentido, el concepto de imagen original, producto de la técnica amanuense reinante en el Medioevo, sufrió -tras la posibilidad de reproducir e imprimirse en serie- una importante transformación. Mientras el dibujo siguió ligado al planteamiento de la imagen original, la estampa, surgida de los procedimientos de reproducción promovidos especialmente por el grabado xilográfico, se convirtió en el auténtico y real instrumento de divulgación del conocimiento. Por primera vez, las imágenes producto de este nuevo ordenamiento de lo visible, lograron alcanzar una difusión más allá de las fronteras de lo local y se expandieron a lo largo de Europa; o sirviendo de información de la novedad, “del mundo nuevo”, que pronto se incorporo a una iconografía naturalista cada vez más extensa que corría a la par de los nuevas especies descubiertas, apuntalando ya el ambicioso proyecto de culminar el “Gran Libro de la Naturaleza”.
Desplegadas por todo el mundo, sus figuras se popularizaron y se asimilaron. A tal grado que eran frecuentemente reproducidas y alteradas, y como no: también mejoradas. La Historia Natural, ciencia aglutinadora del saber natural desde la Antigüedad, alcanzó entonces un decisivo relanzamiento que fue concebido desde una doble perspectiva. En primer lugar, como culminación de las tareas de recuperación y conservación del “saber legado”, el saber clásico. Y, en segundo lugar, incorporando imágenes que eran el producto de nuevas experiencias de observación empírica. Los ejemplos en este sentido se suceden: Gesner, Fuchs, Brunfels, Aldrovandi, etc.
Pero estas ediciones también se proponían corregir errores y restaurar antiguos olvidos. La inexistencia de un legado iconográfico clásico similar en importancia al aportado por los textos escritos, fue una de sus mayores preocupaciones. La denuncia de esta orfandad, pronto dejo entrever dudas sobre la legitimidad de lo que se les había legado. “Por que si los antiguos hubiesen retratado y pintado todas las cosas de las que han escrito –afirmaba el naturalista Aldrovandi- no se encontrarían tantas dudas y errores infinitos”. De esta manera, la imagen paso de ser acompañante de las viejas palabras, a convertirse en instrumento cuestionador.
Bajo estos presupuestos, se fueron confeccionando herbarios y memorias. Y en ellos, las imágenes xilografícas fueron ocupando mayor espacio en la superficie del libro impreso: pasando de los márgenes iniciales hasta intercalarse entre los textos; cuando no, a ocupar espacios privilegiados.
El Herbarum vivae eicones (1530-1536) de Otto Brunfels, con más de trescientas imágenes xilográficas realizadas con gran maestría y sentido de la observación; o el renombrado De Historia Stirpium, 1545, del médico suizo Leonhart Fuchs, son muestras de este protagonismo ascendente de la imagen.
En el interior de estos herbarios, las palabras y las imágenes compiten entre si. El trazo caligráfico es el fundamento de las imágenes reproducidas y, a su vez, del propio texto escrito. La planimetría es característica común, producto de un silueteado como elemento fundador de la figura.
Así nació toda una iconografía casi sin sombras, ni concesiones clarooscuristas. Como afirma Fuchs en su famosa obra: el modelado claroscurista es cosa innecesaria con los que los artistas buscan encontrar la fama (Fuchs, 1542). En este sentido, la imagen comparte con la palabra un universo de grafías.
El naturalista del Renacimiento provocó un renacer informativo de los textos sin apreciar un cambio cualitativo entre las naturalezas gráficas de los mismos. Los herbarios servían para ver y leer. Y hay en ellos un cierto sentido de coorporeidad que se mantenía en función de un “sistema de signos a descifrar”. Como afirma Ezio Raimondi, todo ello constituye un “espacio hermenéutico de combinaciones gráficas, en el que el análisis interviene para reconocer la constancia de los fenómenos como figuras recurrentes de un gran alfabeto” (Raimondi, E, 1971).
La mirada atrapa la linealidad impresa del silueteado que provoca la apariencia de las imágenes y de las palabras, convirtiendo el libro en un objeto “cuya función es la de contener una cierta cantidad de conocimiento reflejo de la mente que debe conservar en sus diversos compartimentos como patrimonio de nociones distribuidas en modo racional por capítulos y materias” (Raimondi, E, 1971). En el que todo lo que se supo, y ahora sabemos, quedaba reducido a un lenguaje de figuras. Un mundo asociativo entre figura y nombre, trasmitido para ser registrado, aprendido y divulgado. En el que no importa si vamos de los objetos a sus imágenes, o de éstas a los objetos.

V
En 1542, dos años antes de que el italiano Pietro Andrea Mattioli publicase su exitoso texto sobre el Discorides, el suizo Leonhard Fuchs dio a conocer en Basilea su no menos celebre, Historia Stirpium Comentarii. Obra considerada como una de las obras precursoras en el proceso de catalogación de las floras nacionales europeas.
El grabado que ustedes observan (grabado coloreado en algunas ediciones posteriores a la primera como esta) se encuentra en la parte final del texto mencionado; junto con otros dos: uno, del propio Fuchs, a cuerpo entero; y otro, retrato del editor de la obra, Hans Rudolph. Con ello, el naturalista suizo quiso reconocer la labor colectiva de la obra y la enorme importancia que le daba al trabajo del dibujante y del grabador.
Como observan, la escena es sencilla. Nada hay de espectacular en su escenografía. Todo se desarrolla dentro de un ámbito de trabajo del que ha desaparecido toda decoración innecesaria. Un jarrón con flores preside y divide la escena: a la derecha el dibujante; a la izquierda el grabador.
Pero la sencillez inicial es una falsa sencillez. La figura del jarrón con flores emblematiza la idea de una naturaleza aislada y controlada. Una naturaleza que ha quedado supeditada a las reglas y leyes de un código de reconocimiento basado precisamente en aislar y fijar determinados rasgos esenciales de la figura vegetal: hierba, planta o árbol; categorías todas ellas esenciales para la clasificación herborista renacentista. De manera que la expresión "tomado del natural", que exhibe orgullosamente la obra de Fuchs en su Introducción, como sello identificatorio de la novedad de su trabajo y que fue empleada constantemente por los naturalistas europeos mas afamados a los largo de casi cuatrocientos años, identifica al tipo de apropiación que el naturalista ha realizado.
En ese sentido, “tomado del natural” viene a comprender que si bien las imágenes que el lector encontrará en el interior de esta Historia Stirpium son imágenes originales y no copias, ello no implica que la idea mimética bajo la cual han sido concebidas parte de la idea de la imagen como “imagen ventana”. “Tomado del natural”, por el contrario, resume todo el proceso de búsqueda, recolección y selección que el científico y, luego los artistas, han seguido desde la Naturaleza hasta al gabinete. Es allí, en el gabinete, donde nombre y figura aparecen y se significan como “mirada de la ciencia”. Es el momento que el ejemplar recolectado pasa a convertirse en un ejemplar nombrado; en un modelo visual con aspiraciones universales. Donde los ejemplares naturales seleccionados y recolectados, aislados de su conjunto, se convierten en conocimiento ordenado y sistematizado. Así, la extensa y variada Naturaleza queda reducida a una sencilla flor puesta en un jarrón doméstico, como símbolo de una ciencia que para ser tal requiere de la apropiación, el aislamiento y la representación. Se recolecta éste o aquel espécimen; se dibuja este u otro aspecto; en ambos procedimientos hay selección y hay desecho.
El dibujante es precisamente el encargado de entrar en contacto con esa naturaleza aislada del conjunto y fijarla sobre el papel. Para el grabador, por su parte, su referente ya no es siquiera esa flor recolectada y aislada en el jarrón. Ahora el objeto de estudio es la imagen que el dibujante ha creado.
La labor de ambos ha avanzado desde la concepción artesanal de “la mano útil y experimentada”, hasta la condición del “artista como colaborador científico”, que entiende esta colaboración no como un rango menor sino, como el mismo Leonardo da Vinci, afirmase: “de análisis mental superior que obliga a la mente del pintor a transformarse en la mente misma de la naturaleza, convirtiéndose en interprete entre la naturaleza y el arte” (Da Vinci).
Precisamente, es Leonardo en el despliegue de su ciencia del pintor, quien atribuye a la experiencia el origen de todo este proceso. La experiencia, afirma el florentino, esta entre la naturaleza y el hombre. Y ésta debe ejercerse según leyes y reglas, cuya medida no es la idealización del mundo sino el acceso al auténtico conocimiento. Reglas y leyes fundadas en las matemáticas y la geometría pero que viven una apariencia sensible en los seres y las cosas naturales.
Pero existe otra explicación más amplia del trabajo del artista como ciencia del pintor destacado por Leonardo: la utilización de la imagen como un instrumento didáctico de la explicación del objeto natural. Efectivamente, es en la imagen dibujada, grabada o pictórica y no en la cosa natural, donde realmente reside la posibilidad de conocer y de transmitir didácticamente un conocimiento científico. Si la experiencia se había convertido en el primer paso indispensable en el acercamiento a la cosa natural, la sensibilidad artística, fiada en la ciencia del pintor, convierte esta cosa en objeto de ciencia.
A partir de aquí, la realidad natural inicial no es la misma, apareciendo sólo la realidad de la imagen, como si esa “otra”, la natural propia de la cosa, nunca hubiese existido. Y esto ocurrirá hasta que un nuevo hallazgo propicie la parición de una nueva realidad. De este modo, la exaltación aristotélica de la que hace gala la imagen científica renacentista, adquiere toda su dimensión en la afirmación: “esto es aquello”.

VI
La necesidad de ver mas y mejor, hizo que técnicas de grabado más perfeccionadas fuesen incorporándose a la representación científica. Del tosco e inseguro soporte de madera se pasó al metal, más duradero y preciso. De la gubias, al buril y los químicos que permitían líneas más finas y zonas amplias de contraste y descripción. Los diminutos detalles hicieron su aparición en hermosas y sutiles figuras. Estas se volvieron más esbeltas y la planimetría pronto desapareció y en su lugar se erigió una voluntad claroscurista muy cercana a los valores del arte pictórico. Ya no basta con reconocer los perfiles de las cosas, sino también describir su interior. El silueteado se convirtió entonces en un elemento residual en el proceder formal de la imagen botánica. Aunque algunos naturalistas como el abate Plumier le asignan a éste todavía una gran eficacia y adecuación para el desarrollo de una correcta iconografía.
Tan sólo el color fue guardando una discreta presencia en la configuración de la imagen científica. Pareciese como si este elemento, tan ligado al ámbito de lo pictórico, no alcanzase su apogeo con respecto a la ciencia natural. Si bien es importante afirmar que la gran mayoría de los dibujos eran realizados a pleno color, luego, en su paso al grabado, este se perdía o quedaba limitado a determinadas figuras. Desatando entre los naturalistas y los dibujantes una interesante polémica sobre lo adecuado de su uso; una muestra más de que la Ciencia intentaba por todos los medios que sus representaciones se distinguiesen de las composiciones de flores que durante el siglo XVII alcanzaron un notable éxito artístico. Al no contar con artistas verdaderamente especializados en los dibujos científicos, los naturalistas solían contratar a pintores de flores mucho más reacios a prescindir de un elemento tan artístico como el color y que era tan alabado entre los medios académicos.
Lo cierto es que el color esta ausente de la mayoría de los libros científicos. Quizás esto se debiese a que la iluminación de las estampas era un procedimiento muy costoso ya que debían realizarlas una a una, y los iluminadores cobraban por cada estampa coloreada.
Pero quizás también había una razón mayor peso, de carácter teórico que entroncaba con esa idea de mimesis manejada por la imagen científica, en la que el color resultaba un elemento prescindible o de poca significación en la búsqueda de una clasificación sistemática. Para los sistemáticos, incluido posteriormente Carl Linneo, el color era considerado un rasgo prescindible para la identificación. Y fácilmente podía ser sustituido por el sombreado. Éste, afirmaba el naturalista sueco, contendría exactamente toda la historia de la planta, como sus nombres, su estructura, su conjunto exterior, su naturaleza y su uso.
Pero también es cierto que no todos sus seguidores mantenían esta teoría. Para los naturalistas españoles como José Celestino Mutis que se trasladaron a América y emprendieron voluminosas floras de papel, el color resultaba de una enorme importancia y constituía un rasgo muy útil para la clasificación. Quizás aspectos precisamente como el color, ya cuestionados por Adanson en su crítica a la sistemática linneana, fueron aspectos que influyeron en el naturalista español para que sus más de tres mil dibujos realizados por los pintores de la única escuela de dibujo botánico que hubo en América y en España, nunca llegasen a convertirse en grabados dado que la iluminación de los mismos siempre constituyó una gran preocupación del médico gaditano.
Pero antes de que todo esto ocurriese, los siglos XVII y buena parte del siglo XVIII se guiaron generalmente por planteamientos monocromáticos. En los que el dibujo se veía como una actividad preliminar, muy ligada a la observación empírica del objeto o fenómeno a estudiar (era muy frecuente que los científicos fuesen a la vez excelentes dibujantes) y el grabado se contemplase como una fase posterior ligada más a la actividad comunicativa y de difusión de los resultados científicos obtenidos. Y era en esta imagen grabada donde el color era más escaso y donde la monocromía imponía sus reglas.
Por otra parte, el desarrollo de la óptica y la aparición de los microscopios y de los telescopios exigió que las imágenes fuesen más precisas, convirtiéndose en testimonios de un mundo fuera del alcance del ojo natural. Su inclusión en las publicaciones era la garantía de que los experimentos se habían llevado a cabo con la precisión y la rigurosidad necesaria.
Thomas Hoock, por ejemplo, estableció en su obra Micrografía, toda una serie de procedimientos en la manera de que las cosas vistas a través del microscopio debían ser representadas: siempre de lo más general a lo más particular; del objeto en su visión total, al detalle. En un proceso que exigía afinamiento, pericia técnica a la hora de dibujar los pequeños detalles de figuras totalmente nuevas y nunca antes vistas. El sentido espacio temporal del humanismo renacentista que tenía en la perspectiva científica su máximo referente se vio profusamente convulsionado. La imagen que ahora aparecía como resultado de la mirada del instrumento estaba fuera de este marco teórico: una cosa era grande o pequeña en relación con el elemento que se introdujese en la comparación; o en función de la gradación óptica. En este sentido, un factor esencial en la formalización de la representación científica hizo su aparición: ya no era lo importante lo que el ojo humano viese, éste había quedado superado por la mirada del instrumento. Y esto ocurría tanto si el instrumento era un microscopio como un telescopio. La mirada del instrumento fijo pautas de observación que por primera vez parecía ofrecer a la ciencia una mirada “aséptica”, distante del sujeto particular. La máquina aunque en una fase muy temprana, fijo un espacio que nada tenía que ver ya con el espacio naturalista que el artificio de la perspectiva ilusionistamente atrapaba.
Pero a la vez que esto ocurría y las imágenes eran ahora el resultado de una mirada instrumental, el reporte de un mundo ausente de la mirada natura, la imagen fue adquiriendo mayor prestigio. El dibujo y el grabado eran ellos los que hacían perduran, fijar para siempre, ese efímero universo visual. Ver y dibujar se convirtió más que nunca en una máxima para la representación científica, que por primera vez se iba construyendo lejos de la tradición artística. Ahora sólo hay espacio si hay figura. Y esta idea se fue plasmando de tal manera que la imagen impresa científica fue generando un sistema de referencias internas, números y letras, que actuaban de enlaces entre las figuras representadas y los textos escritos. De este modo, la imagen aumento su protagonismo dentro del espacio del libro impreso; mientras el texto escrito comenzó a ser un factor dependiente de las figuras mostradas.
La imagen como un artificio valido del conocimiento científico fue forjando mirada y análisis. Y un lenguaje que a medida que se hacía mas denso y profuso en las figuras (estas cada vez más complejas y ricas en formas; más cargadas de rasgos para reconocer) se hacía más intemporal, menos proclive a jugar con factores y ornamentos artísticos: el fondo por ejemplo de las representaciones acentuaba ese carácter aislacionista del objeto se convertía en un espacio interior demarcado, que lo concentraba sobre si mismo.
La búsqueda de la objetividad en este tipo de trabajos fue una constante que no estuvo exenta de una continua tensión entre lo que se consideraba como un mero trabajo artístico y lo que el arte podía ofrecer como servicio a la ciencia. Quizás en este proceso de tensión entre arte y ciencia, entre artista al servicio del Arte y del artista al servicio de la Ciencia, la manera de encontrar un acuerdo adecuado que satisficiese la exigencias de la propia Ciencia, estuvo en la estrategia de ir sistematizando el trabajo del propia artista, de los dibujantes y grabadores, bajo protocolos cada vez más rigurosos establecidos por los interese de los científicos.
La actual imagen nos puede ofrecer aclarar algunas dudas de lo que estamos afirmando. El grabado pertenece a la obra Mémoire pour servir à l’histoire naturell des animaux (1676) del anatomista francés Claude Perrault. Como observan es una imagen que tiene dos niveles de representación: uno superior y otro inferior; o mejor dicho y para ser más precisos: una imagen esta por encima de la otra en un efecto visual muy del gusto compositivo barroco, utilizando recursos del trampantojo.
A su vez, esta doble visión responde a una visión interna y otra externa del animal. “Estas simplistas imágenes sin ornamento –afirma Claude Perrault en el Prologo de su obra- no tienen otra intención que hacer ver las cosas tal y como nosotros las hemos visto, igual que en un espejo que no introduce nada suyo y que representa sólo aquello que a él se le presenta” (Perrault, 1676).
Precisamente, la idea de la “imagen como un espejo” no es otra que la imagen superior: la imagen producto de mirada del anatomista, del científico, del microscopio. En la que no cabe ningún juego ilusionista, ningún tipo de licencia artística. Un mundo sin perspectivas; sin lejos ni cerca; sin fondo, porque la figura lo determina todo.
De otra parte, la imagen inferior, el animal tal y como podría verse en muchas de las representaciones artísticas del Barroco. Un tema tratado según los cuatro o cinco grandes fundamentos académicos (les regles) que dan sentido a la gran pintura de la época: la composición (ordonnance) la línea, la expresión, la luz y, opcionalmente, el color (Barasch, 1991).
La imagen superior ofrece dotes de virtuosismo técnico, no cabe duda, reflejo de una visión microscópica y juegos de “trampantojos”; pero carece del deseo expreso de mostrarse como un auténtico producto del Arte. Su proceder está consagrado a la mirada fría del instrumento que emparenta con la mirada de la razón. Es lo que podíamos denominar: una “mirada descarnada”. No sólo porque ofrece figuras de un mundo oculto al ojo humano: el interior de la maquina del cuerpo vistas por otra maquina, la del instrumento; sino porque no esta vista en función de ningún sujeto en concreto.
Por su parte, la imagen inferior se enfrenta al objeto de manera subjetiva. Ella sí se siente deudora de la teoría del arte de sus confrontaciones y planteamientos más inmediatos. Libre de la aparente rigidez de lo científico, juega con lo visual como mera recreación estética que busca la constante exaltación de las pasiones.
No obstante, todavía para el diseño científico del siglo XVII, ambas imágenes lejos de ser antagonistas, pueden ser complementarias. Subyace en estas representaciones todavía una idea de dualista del mundo, a la que el hombre, en todo caso no debe renunciar; aunque si debe fijar en sus intereses. En pleno siglo XVIII, y tras sucumbir esta dualidad barroca bajo el peso racional del arquetipo universal, este tipo de esquema visual desaparecerá. Cada “esfera de saber” (arte y ciencia) reclamarán la propiedad de sus usos y mecanismos del artificio de la visualidad. La imagen superior se convertirá en el modelo y se impondrá en la esfera del diseño científico. Mientras que la imagen inferior quedará relegada a una situación ocasional y testimonial.
Tan sólo, cuando a finales del siglo XVIII resurja el intento por aunar ciencia y arte en un nuevo proyecto histórico naturalista (véase la propuesta iconográfica de Alexander von Humboldt), entonces ambos artificios se verán nuevamente integrados; aunque dentro de un marco distinto de significados e inferencias.

VII
La aparición del Hortus Cliffortianus (1737) (obra que lleva el nombre de su benefactor e impulsor, el inglés Georges Cliffor (1685-1760), supuso el comienzo de una nueva era para la representación botánica y científica. Producto de una estrecha colaboración entre Linneo y el dibujante botánico Georg Dionysius Ehret (1708-1770), el Hortus Cliffortianus contenía veinte dibujos realizados por éste e igual número de grabados de Jan Wandelaar.
En todos ellos aparecen despieces de las flores enumerados de acuerdo a letras con la intención de representar el nombre específico botánico. De este modo, el naturalista identificaría, a primera vista, al ejemplar, ya que estaría “impreso” en los caracteres sexuales de la propia planta, con arreglo a la descripción de las 24 clases establecidas en el sistema de Linneo. La realidad natural quedaba así refrendada por la imagen: nombrada y clasificada. Era la apoteosis histórica de la imagen como instrumento científico. El lenguaje clasificatorio ahora instaurado es ante todo y sobre todo pura iconicidad. Una iconografía botánica fijada en el tipo como elemento universal e ideal. De esta figura-tipo se desgaja el nombre taxonómico permanente para fines de referencia. El proceso de selección del tipo se denomina tipificación (Stearn, 1970). El tipo es lo que viene a coincidir, en el lenguaje propio de la botánica sistemática de Linneo, con la identidad del icon. De manera que la Botánica, como ciencia del nombrar, ordenar y clasificar lo natural es viable como combinatoria de posibilidades casi ilimitadas, rastreables y confirmables en la lectura de los icones. En definitiva, nombrar con un lenguaje que deshace el lenguaje cotidiano, con el que se identifica a la planta y al animal, para nuevamente rehacerlo y descubrir en ese lenguaje lo fundamental, la esencia misma de su estructura (Foucault, 1991).
Las figuras esbeltas y preciosistas de las láminas realizadas bajo el impulso linneano, encuadradas en un marco de metafórica intemporalidad, reflejo de su condición fijista en su entender inmutable de las formas naturales, aspiran a ser otro. Pero no un otro, a modo de replica o duplicidad de unas condiciones como el olor, el sabor, el tacto y tantas otras cosas negadas al artificio de la imagen y son esas cosas que en la imagen no están y damos ya por desechas, como invalidadas para el alto del reconocimiento; sino un doble de ese otro en tanto en cuanto la imagen se presenta como un lenguaje en si mismo estructurado: partes de la planta en su composición y disposición de las piezas que forman su cuerpo. De esta manera, el libro, el tratado botánico en el que están incluidos estas figuras se convierte en una realidad del lenguaje reflejadas en el herbario de las estructuras (Foucault, 1991).
¿Cual es, entonces, ese “aquello” de la tesis mimética “esto es aquello” proclive a ser suplantadas por ese doble, por ese otro que ahora es la imagen: la reproductividad de las condiciones sensibles de la apariencia; o, por el contrario, el del plano retórico y persuasivo de la acción significativa de la imagen como “traducción” de lo viviente expuesto a un “orden natural”
La respuesta parece evidente a razón de lo hasta ahora tratado. La figura-icón, en su condición de signo de la estructura del lenguaje del objeto natural, es la culminación de un sueño de ordenación que desde el Renacimiento se viene desarrollando. Basado en una propuesta que impone una acción retórica de persuasión sobre el planteamiento de unas determinadas verdades producto de la observación y el razonamiento. En él descansa la naturalización del lenguaje formal con lo que comparar lo observado. De esta manera, la naturaleza es tan sólo ya un “todo sensitivo” del que el naturalista extrae (recolecta) aquella información necesaria para la configuración del doble: la aparición de un nuevo tipo, de una nueva especie, será el producto de una comparación de semejanza entre los datos obtenidos en la recolección y la realidad iconográfica de la figura-icon: a mayor diferencia, mayor posibilidad de considerar un nuevo tipo; a menor diferencia, entonces mas posibilidades de identificar una variante o un espécimen de una clase.
Resumiendo. Estamos frente a un proyecto icnográfico ante una iconografía que no admite una simplista categorización como “instrumento divulgador”. Una iconografía del puro nombrar que reconoce en sus imágenes el conocimiento de los individuos en sus universales diferencias: las plantas son lo que son como productos de un lenguaje científico y en la medida de que los medios del lenguaje utilizados así lo revelen.

VIII
He tratado en detenerme y destacar algunos momentos que considero de gran importancia en la configuración de las estrategias de representación visual empleadas por la Ciencia a lo largo de varios siglos de colaboración entre artistas y científicos. El tema se presenta en muchos aspectos inabarcable para el poco tiempo del que disponemos. Pero incluso cada uno de los aspectos que aquí hemos tratado, y por supuesto muchos más que pueden haberles suscitado, requeriría de amplios estudios y análisis. La imagen de la ciencia es un tema apasionante; quizás es de lo único que estoy seguro que les he logrado trasmitir con mis palabras.
Termino como empecé, citando a Arthur Danto:

“Hay cosas, por supuesto, que sólo existen en imágenes, como los unicornios existen sólo por accidente zoológico y artístico, pero si existieran, los unicornios serían percibidos por medio de los mismos procedimientos que sus imágenes; por consiguiente, no tendría importancia para nuestro concepto de unicornios que hubiera alguien que afirmase haber descubierto alguno en la Tierra del Fuego que demostrará tener ese cuerno central, pero también piernas cortas y tronco, un cuerpo como de una morsa, y ojos de cerdo- los unicornios sólo pueden ser descubiertos si son blancos y parecidos a los corceles, peligrosos y dóciles a la vez-.Sus imágenes nos dicen como deben ser, si existen, como, en un sentido importante, las cosas del mundo nos dicen cómo deben ser sus imágenes, sujetas a variaciones topológicas y distorsiones”

(Conferencia ofrecida en el Centro de Estudios Históricos del CSIC, Madrid 3 de junio de 2008)

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Unknown dijo...

Es bueno ver como el arte, desde su inicio de relación con la ciencia, este, comienza a depurar el camino de la representación, no en pro de lo artístico, sino desde la imagen científica, produciendo cambios que de cierta forma devinieron nuevas tecnologías, pues como se aprecia en el texto, se comenzó con un silueteado base para identificar las plantas, luego se incursiono en dibujos y grabados más detallados, para que posteriormente se produjera la fotografía. Por otra parte es fundamental tener en cuenta como Mutis crea la única escuela en Latinoamérica de dibujo botánico, ya que ésta traería nuevos conceptos de representación y de concepción artística, tanto singular como grupal en la época de la colonia, y se vio reflejado en la comisión corográfica para el fortalecimiento de la idea de nación, como bien lo menciona Pablo Mora Calderón, en su tesis de grado visualidad y retorica del poder político en los orígenes de nuestra nación (tesis de grado), Maestría en Antropología, Universidad de los Andes, Bogotá, 2003